lunes, 2 de junio de 2008

Relieves




Según cuentan, la ciudad fue edificada en el fondo de una hondonada para protegerla de los vientos huracanados; vivimos, literalmente, por debajo de los pueblos vecinos, entre los quinientos y los mil metros más abajo. Nadie cuestionó jamás el criterio de nuestros fundadores, pero me contaron que hace muchos años un forastero hizo la siguiente pregunta: “¿No temen que el pueblo se les convierta en una gran bañadera?”. El hombre evidentemente no sabía nada de nosotros, eso pensaron mis antiguos coterráneos y nadie volvió a escuchar una pregunta semejante.

Cuando todo comenzó, al ocaso, yo me encontraba en la ceremonia de inauguración del nuevo Monumento a los Fundadores que el municipio había erigido en la plaza central. Se trataba de una ruda plataforma de granito que había sido pensada para mausoleo de los fundadores, pero había terminado siendo sólo una gran piedra sobre la que me encomendaron esculpir las tradiciones del pueblo. Desde donde recuerdo, la tarde estuvo nublada, repartiendo ventarrones cargados de polvo ceniciento por las calles. Las coníferas de la plaza emitían un canto barítono y lúgubre; con la noche los bramidos se volvieron más ambiguos: era como escuchar a un espectro infortunado queriendo modular alguna expresión humana. La lluvia no se hizo esperar demasiado. Alguien vaticinó que dejaría de llover en veinte minutos y acertó, pero eso tuvo sus consecuencias. Por la noche los vendavales regresaron con renovadas fuerzas, con la voluntad y la furia suficientes para causar algunas ruinas.

Esa tarde me lesioné el tobillo, fue en el centro cuando corría a refugiarme de los primeros chubascos. Por la noche el dolor se hizo intenso, pensé que podía ser por la humedad. Hubo cortes de energía eléctrica, más tempestad y algunos regalos de la mala providencia que remataron el postre con una ominosa cereza.

Me encerré a leer junto a un candelero de emergencia. Durante largo rato traté de no sucumbir ante la fragilidad de los resplandores. La habitación era un precipicio negro y caricaturesco. En mitad de aquel vacío, una criatura no menos caricaturesca, leía dificultosamente. Me había enfrascado en un libro que me había recomendado el arquitecto que colaboró en la construcción del monumento: “Nociones de urbanismo para depresiones geográficas”. En él se explicaban y se defendían los criterios usados en la proyección de nuestra ciudad. Nosotros nunca necesitamos que fueran defendidos, siempre dimos por sentado el ingenio y la razón esclarecida que habían tenido nuestros pioneros; sin embargo, no pude evitar la curiosidad al ver que había sido escrito por uno de ellos.

De vez en cuando la habitación resplandecía. Luego, temblaba hasta los mismos cimientos.

No me había dado cuenta, pero la verdad era que estaba esperando algo; creo que esperaba que volviese la luz o que alguien golpease la puerta o que el mundo volara en mil pedazos. Algunos fulgores agrios se desprendían de la lámpara como si fueran exhalados. Algo estaba anunciándose; se anunciaba en el zumbido de las araucarias, en el chapoteo continuo, en el croar intermitente de las ranas, en los fulgores acres sobre las páginas y yo estaba aguardándolo como alguien que sospecha que el Hado busca palabras para decir algo.

Avanzada la madrugada me hice la idea de que la lluvia había amainado. Me había dado cuenta de que deseaba salir, lo que iba a ser complicado ya que me costaba caminar. Era posible que hubiese árboles tendidos y cables colgando por toda la ciudad. Pero ¿qué podía hacer? Había salido a la calle y había visto desde mi cuadra sofocada por la densa cerrazón que, más adelante, los visos eléctricos eran una suerte de bendición que me instigaba a correr hacía ellos. Una vez afuera miré al temporal directo a los ojos; este me abrió encantado sus fauces y entré como si se tratara del lugar más familiar.

La lluvia no había menguado: fueron patrañas mías. Sin embargo, eso no me detuvo; seguí adelante con la expectativa de que amainase. Tardé más de lo que esperaba en quedar hecho sopa. Eso no sucedió casi hasta que estuve de vuelta, cuando un chaparrón lleno de truenos y centellas coronó mi paseo.

Había enfilado hacia la plaza central; ese era el punto gravitacional de la ciudad, el lugar donde caen todos los cuerpos más pesados que el aire. El pie comenzó a dolerme pronto y con impertinencia. Yo buscaba un lugar donde sentarme, uno donde no lloviera. No tardé en encontrarlo: a la estatua de los fundadores, que se erguía en la cúspide de la plataforma, se llegaba por una enorme escalinata de roca; allí me fui a sentar.

Me preocupaba que alguien pudiera verme; pensaran lo que pensaran tendrían razón, sólo que yo no quería estar ahí para dársela. Eché un vistazo a los relieves que había pasado tantas tardes tallando; se destacaba el de una carreta de exploradores que bajaba hasta los campos donde se instaló nuestra aldea originaria y el de una gran vaca metida hasta el cuello en el agua. Nunca comprendí las representaciones y las leyendas de mi pueblo, ni cuando me las contaba mi abuelo, ni cuando me las enseñaron en la escuela, ni siquiera durante los últimos meses mientras las cincelaba en las paredes del pilar ¿Una vaca sumergida? ¿Una flota de canoas a la deriva? ¿Un cabildo y un fortín de campaña en ruinas? ¿Sería el único infeliz en el pueblo que no comprendía nuestra mitología? Después de eso me marché.

Entonces me alcanzó el aguacero. Me estaba helando, pero tenía entendido que nadie se pesca una pulmonía en verano.

La luz no había vuelto. Me tiré en un sillón, semidesnudo, con la puerta abierta hacía el patio en penumbras y me puse a jugar con una linterna. El juego consistía en enfocar algunos sectores del patio y luego intentar volver a verlos a oscuras. Era divertido, pero pronto me aburrí. Entonces volvió la luz. Fue algo inesperado; no contaba con eso. Me había preparado para seguir a oscuras prolongadamente. No supe que hacer, era demasiado tarde para cualquier cosa.

Todo parece indicar que luego de eso me quedé dormido en el sillón. Hubiera jurado que alguien me había transportado a otro lugar, que no era mi casa lo que se elevaba sobre mi cabeza, que el espacio que se extendía a través de las puertas abiertas no era mi jardín. Creo que lo que me despertó fue ese trueno extraordinario que vino antes de que el cielo comenzara a venirse abajo. Fue como si algo se hubiera partido en dos más allá de las nubes, como si la vasija que contenía el agua de los próximos siglos se hubiera hendido justo encima de nosotros.

No sé cuanto tiempo estuve dormido, tampoco sé si ya había amanecido o seguía siendo noche cerrada. Lo más curioso fue que no me di cuenta de que el agua me había llegado a las rodillas. No supe como reaccionar, sospecho que nadie en la ciudad lo supo.

Pensé en la vaca del relieve, con el agua hasta el cuello, con la nariz en alto y los ojos ingenuos abiertos como ventanales. Debo admitir que me asusté mucho, que huí despavorido hacía la habitación contigua y que cuando vi que las puertas no eran capaces de contener el agua y el fango atravesé la sala y tomé la calle como una centella.

Tenía la absurda impresión de que el agua me alcanzaría antes de que encontrara donde resguardarme. ¿Qué harían todos una vez que se dieran cuenta de que la crecida se colaba dentro de sus casas? ¿Correrían a las terrazas y a los tejados? Era lo más natural, supongo que, además, era lo más sensato; cuando se me ocurrió fue demasiado tarde. Los desagües habían sido dominados por la inundación y en lo alto, lejos, muy por encima de nuestras cabezas, soplaban ciclones que tal vez estaban devastando algún otro poblado.

Quería ganar tierra firme, pero mi tobillo cooperaba poco. La riada me persiguió hasta el centro; entonces dejé de escapar. En el momento en que reparé en la escalinata del monumento a los fundadores supe que el acaso había decidido por mí: me trepé y permanecí agazapado a los pies de la estatua, en la cima del pedestal, rendido, sin una sola veta más de arrojo.

Me incorporé, con cuidado de no golpearme la cabeza con el azadón que sostenía la estatua; las espigas de trigo de metal esparcidas emblemáticamente en torno a sus pies se me estaban incrustando en el cuerpo.

-Señor ¿en qué estaba pensando?- murmuré, mirando con el rabillo del ojo, desilusionado, a nuestro fundador de bronce.

El agua subía rápidamente. Escuché algunas voces conocidas, maldiciones por aquí y súplicas al cielo por allá. Era la población que comenzaba a trepar a las azoteas, que salía a ver a la ciudad hundiéndose como una fragata desvencijada, preparándose para la promesa de prolongados chapoteos.

-¿Se puede saber qué diantre quiso inventar, pedazo de infeliz embustero?- vociferé, tomando a la estatua por los tobillos frenéticamente- ¿por qué tuvo que fastidiarnos así? ¡Hubiera sido mejor que se fuera a fundar ciudades en la copa de los árboles, viejo farsante! ¡O en la pendiente de los volcanes!

Llegó una voz desde algún lugar de la extensión de pantanos y tejados; no era otra maldición ni otra invocación a la providencia. Era alguien que se dirigía a mí.

-Cállese, imbecil- dijo la voz- ¿qué gana con lamentarse?

No respondí: un hombre en paños menores, encima de una estatua en una ciudad sumergida en la marisma no podía creerse digno de responder.

-Bien hecho, señor nuestro- le dije a la indiferente figura de latón, en voz baja. Después me senté a su amparo- Brindo por su bañadera gigante.

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