viernes, 6 de junio de 2008

Experiencia imperfecta

Como cantidad de otras veces, caminaba solo por la penumbra fría de los pasillos de la academia. El profesor Antonio Hansen me había citado en su oficina después de la clase matutina. Al parecer era importante, dado que insistió demasiado en que me presentara. Toqué despacio la ventana de la puerta del despacho y la congestionada voz del profesor me autorizó a entrar. Mi intriga y mi complejo de persecución hacían que mis ideas no se detuvieran. -No se asuste, joven- me dijo secándose la nariz con un pañuelo- no pasa nada malo. Aunque eso debía infundirme confianza, mi mente siguió remontando vuelo como de costumbre. -Es probable que haya escuchado por aquí sobre los trabajos que comencé- me dijo. Yo no tenía la menor idea de qué me estaba diciendo, sin embargo, no dejaba de asentir con la cabeza. -Bien, estimado- me dijo- me gustaría que lo continúe usted, confío en su responsabilidad. Mi imaginación viajó por un momento y finalmente se detuvo en un interrogante: “¿qué diablos está sucediendo?” No tuve otra mejor idea que la de dudar de la ética del profesor Hansen y pensar que andaba en algo raro. Después de todo, él no me había explicado nada. No me dijo nada más, sólo abrió un armario situado en un rincón de la oficina y sacó dos o tres gruesas carpetas. Me miró con seriedad mientras las sostenía y me dijo: -Tengo la esperanza de que ya aceptó- e inmediatamente colocó el material sobre mis manos- en el laboratorio número tres va a encontrar el trabajo experimental- me informó. Luego me deseó buena suerte y me lo agradeció. Yo me propuse pensar mientras regresaba a descansar. Antes de salir de la academia eché un vistazo en el laboratorio número tres, que se encontraba casi vacío. Pensé que el profesor había cometido un error, pero encontré un papel con su nombre, pegado con cinta en un armario. Me quedé tranquilo, me marche a mi casa y no asistí a las clases de la tarde. Al día siguiente recibí una llamada del profesor Hansen. Me avisaba que se ausentaría a Suiza donde su padre estaba gravemente enfermo y demoraría algún tiempo en regresar. La llamada aclaró todas las estúpidas dudas que tenía sobre el profesor y que no me permitían comenzar a trabajar. Ese mismo día trasladé el experimento del laboratorio número tres al laboratorio de la parte trasera de mi casa. Lo que contenían las carpetas no eran más que información sobre la investigación y algunas referencias. Lo que realmente me sorprendió fue lo que contenían las probetas y las otras botellitas. Según el boletín del experimento lo que pretendía el profesor Hansen era plantear una forma de desarrollar especies de ganado domestico a partir de cualquier animal salvaje y, más tarde, volverlas inmunológicamente invulnerables. La idea me entusiasmó. Trabajé como un burro durante todo el día. Analicé las probetas. Contenían muestras de distintas razas de oveja y de cabra, pero también de chacal y de tejón. Quedaba mucho por descubrir, pero yo no podía dejar de imaginar los alcances de la propuesta del profesor. Al atardecer salí a caminar para darle un respiro a mi cerebro, que no había dejado de fraguar ideas en dos días. Pero fue prácticamente imposible. “Una versión domestica de cada animal salvaje”, pensaba, mientras imaginaba a un simpático chacal llevándole el periódico a su amo. Me acompañaba Vlady, mi perro, a quien le expuse que un día cualquier persona podría pasear con un puma como yo lo hacía con él. Vlady me miraba con fiel credulidad, algo propio de una verdadera especie domestica. En el centro de la ciudad se estaba preparando el desfile militar correspondiente al cumpleaños de la reina. Regresé alrededor de las diez y media y me quedé un buen rato observando las probetas dispuestas en hilera sobre la mesa de trabajo. No quise tocar nada, había sido un día demasiado fructífero como para arriesgarse a cometer un error. De modo que dejé todo tal como estaba y decidí irme a descansar. Dudaba que pudiera pegar un ojo. Me acosté mirando el techo con los ojos abiertos de par en par y mi discernimiento se precipitó totalmente. Perdí el rumbo de mis pensamientos en un instante. Pensé que con el éxito del trabajo haría una perfecta letra delante del profesor Hansen que, orgulloso de su discípulo, visitaría a sus múltiples influencias en el mundo científico para recomendarme y entonces me conocerían los grandes estudiosos y la investigación se divulgaría espectacularmente. No contaba con las entrevistas en las importantes revistas de ciencia y los viajes por el mundo ni con la fama que alcanzaría; tal vez si con un posible premio Nóbel, algún día. “Mañana lo sabré”, me dije, con simulada paciencia, “el profesor debe haber dado con un modo de saltar las generaciones que lleva someter a una especie, tornándola dócil de un sólo golpe ¡qué maravilla!”. Mi sentido había perdido el rumbo, había entrado en tal éxtasis que ya no podía distinguir ninguna fábula de la realidad. Podía escuchar el bullicio del centro, habían comenzado los festejos; pero también escuchaba el estremecimiento de cientos de pezuñas de antílopes blancos y lanosos sobre los nuevos pastizales donde eran criados o el chapoteo de cantidades de cocodrilos que habían sido privados de su furia por la mano de la ciencia biológica. Los fuegos artificiales comenzaron con gran estrépito. El espectáculo era en el centro, pero se escuchaba por todos lados, acompañado de un coro de aullidos caninos y la lejana bulla de la multitud. Repentinamente, un terrible estruendo proveniente de mi propia casa me sobresaltó. Corrí hacia la cocina, pero todo estaba en orden; igual en el garaje y en el lavadero. Finalmente, me precipité sofocado hacia el laboratorio; la puerta estaba completamente abierta. Entré y allí, asustado y retraído en un rincón, estaba Vlady, quien había arrasado con la mesa, las probetas, el trabajo y mis sueños maniáticos. Mis trastornados ensueños terminaron quebrados en el frío piso de mi laboratorio y se escurrieron hacía los rincones. Traté de consolarme pensando en que el boletín estaba a salvo, pero ¿a quién podía importarle esa pila de papeles llena de cuentos fantásticos? Con una concluyente experiencia el científico se vuelve cruel y banal, sin ella es un simpático fabulista. Sólo esperaba que mi estimado profesor fuera capaz de absolverme. Me resigné, por fin, y volví a la cama sin siquiera intenciones de reprender a Vlady. Todo se había perdido.

martes, 3 de junio de 2008

Common nightmare (My common neighbor)



“A ser uno con todo lo viviente, volver en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza. A menudo alcanzo esa cumbre... pero un momento de reflexión basta

para despeñarme de ella. Medito, y me encuentro como estaba antes, solo, con todos los dolores propios de la condición mortal, y el asilo de mi corazón el mundo enteramente uno, desaparece; la naturaleza se cruza de brazos, y yo me encuentro ante ella como ante un extraño, y no la comprendo.”

Friedrich Holderlin -Hiperion o el eremita en Grecia.


Dos pequeños gatos que habían sido deparados a cumplir su ancestral propósito de dar caza a roedores, se han amotinado en una arruinada habitación de la vieja finca de mis antepasados. Descubrieron con el paso del tiempo y con la extinción de los ratones, las formas más originales de fuga. Con los muebles carcomidos y los restos de mis viejos juguetes, construyeron cuarteles, torres de avanzada, puestos de vigilancia, artilugios de asalto.

Demasiado tiempo ha pasado desde que me emplacé en esta inexpugnable fortaleza familiar. Desde que mi bisabuelo la construyó, esta casa no fue testigo más que de labores francas y sencillas. Las escenas de una vida dócil, sin desvelos, han quedado impresas como un mapa, hasta en la misma arquitectura del lugar. La inquietud que me trajo de regreso a este olvidado lugar de mi infancia ha sido una tan sustancialmente opuesta a las de mis abuelos que el simple acto de franquear la puerta se me figuró, por poco, como una espeluznante profanación. Me había escapado de las órbitas académicas con el decidido propósito de expiarme de los vicios deterministas que predominan en esos ambientes, de los científicos y de sus malcriados argumentos contra el sentido común. Desembarqué, entonces, en el lugar más cálido que pude recordar. Con los días y con el encierro me he dado cuenta que me resulta demasiado arduo justificar la tesis sobre la que vine a trabajar: ningún objeto necesita aliento vital, es la energía la que lo anima. Tras meses de comparación entre una bolita de acero y una pequeña ranita, el experimento se hundía en un frío y silencioso fiasco.

Con indiferente entereza voy resignándome a soportar el asedio, como lo hacían las ciudades de la Antigüedad, vagando por la casa, reconociéndome en los bigotes prominentes de mi bisabuelo que se yergue en un retrato con sospechoso orgullo. También me reconozco en parte del mobiliario destruido por mí en la infancia, hace mucho, cuando todavía no conocía siquiera alguna accidental clase de remordimiento. Deambulo por la antigua casa y, de vez en cuando, me interrumpo sobresaltado por el rumor de algún nuevo trajín, señal de que han develado una nueva forma de acecharme. Pero recuerdo que, desde hace un rato, me he vuelto condescendiente y el cercano éxito del motín no me inquieta en absoluto. Y me reconozco también en el resto de los muebles y los jarrones y en la arquitectura de barro; estoy en todo eso, sin embargo, no estoy en mí.

Esta madrugada las cinscunstancias han dado un giro imprevisto. Llevo semanas sin ocuparme del experimento, atormentado por los remordimientos recorro la casa en ruinas buscando memorias. La ranita ha desaparecido hace algunos días. Mi mesa de trabajo no tardó en llenarse de polvo apenas la abandoné. Tengo el temor de haber abierto, con mis irreverencias académicas, una fisura en este lugar tan caro a mis recuerdos. He dejado entrar una presencia que empieza a agrietar las paredes, como si a una legión se le hubiera permitido traspasar la puerta al interior de una semilla.

La pequeña rana, que encontré en el lavabo, me advierte que la casa ya ha sido ocupada y que los gatitos no están solos, que ni siquiera son los verdaderos artífices de la rebelión. Ultimarla hubiera sido sencillo y degradante. Un solo golpe hubiera bastado, pero me opuse a hacerlo, no por piedad, sino por no manchar el lavabo y porque el armario sin patas, unas estatuillas católicas que hace algún tiempo oculté y mi espectro esparcido entre ellos me advertían que aunque me llevara la vida de la rana todavía estaban ellos.

Un llanto inoportuno asalta mi garganta. Con un poco de atenazado esfuerzo logro contenerlo: no puedo permitir que mis enemigos ocultos me vean flaquear. Me vencerán, como está dispuesto, pero conservaré la dignidad.

Pues, bien, no tengo salida. La ranita ha saltado a un lugar más fresco, más seguro, lejos de mi puño frustrado. Desde la habitación donde los gatos trabajan me llega un perturbador estremecimiento, como el de una maquina de vapor, tal vez una turbina eólica o un motor de buque, resultado evidente de la combinación de los libros de matemática caducos, la mezcladora de cemento abandonada y las piezas dispersas de mis cochecitos de colección rotos.

No me desespero. Me recuesto en la espeluznante cama de hierro, que se muestra enojada, dispuesta a derribarme si los relojes de pared no la persuaden de lo contrario. Los gatitos gruñen risueños. No me desespero. He comprendido desde hace un rato que no se trata de una conspiración, sino de que las cosas están volviendo a la normalidad. Ya no tengo razones, aunque esté derrotado, para la desesperación.

Puedo recordar cuando empezó. Fue cuando mi vecina me preguntó la hora, argumentando que estaba esperando a los recolectores de basura. Estaba vigilando las bolsas de residuos para evitar que los perros las destruyeran. Le respondí que eran las diez y veinte, con un poco de inquietud. En diez minutos pasarían los recolectores municipales, me dijo. Pero hacía dos horas la había visto allí, en el mismo lugar, sentada en la misma silla, con el mismo gesto de esperanza impasible. Podría jurar que esperó esas dos horas, hasta que alguien saliera, para comentar que estaba velando por sus bolsas de basura. Tuve un primer atisbo de desesperación.

Más adelante, unos niños cantaban el himno nacional mientras jugaban a la ronda. Entonces mi desesperación se convirtió casi en alucinación.

Pero ya no desespero. Lo he comprendido todo. Se trata de una descomunal vuelta a lo común, de un violento garrotazo de lo común. La rana, la bolita de acero, el aliento vital, la energía del mundo ¿quién me había preguntado acerca de todo eso? ¿A quién podía incumbirle esas cosas en aquel recóndito terruño, cuna de cultivadores de frutas, granjeros y apicultores? Con espanto miré el retrato de mi bisabuelo, lo común había perdido toda posible familiaridad para mí. Entonces, aunque parezca que sí, mi entorno no está conspirando, tal vez yo conspiré contra él, invadiéndolo con mis impertinencias científicas. Ni siquiera conspiraba ese ratón que chilló en mi oído desde la oscuridad de una enredadera. Los objetos no conspiran, sino que avisan que estoy volviendo lenta y penosamente de la tierra de las respuestas improcedentes, aquellas por las que nadie ha preguntado. Pero el precio de este regreso es que lo común se convierta en pesadilla. No hay conspiración entonces, sólo una torpe invasión de mi insolencia erudita vuelta en mi contra: el Universo, como profesan algunas artes orientales, me ha devuelto mi propia agresión. No es casual que una idea como la de que los objetos conspiran se le ocurra justamente a alguien que ha perdido el sentido común.



lunes, 2 de junio de 2008

Quietis (mutantis mutandis)

A Stella Mutter


"Dos almas ¡ay de mí!, imperan en mi pecho

y cada una de la otra anhela desprenderse."

J.W Von Goethe -Fausto-


Casas grises sobre cielos grises. Dedos translúcidos sobre objetos translúcidos. Las palomas sobre las antenas: las palomas son las antenas. Un grupo de aves construye una torre, a dos o tres cuadras, las veo por la ventana todos lo días. Creo que quieren llegar al cielo, salvarse de algún diluvio, salvarse de la tierra. Algunas, como Nimrod, quisieran arrojan flechas hacia las nubes, para horadar la Providencia. La torre avanza, se yergue cada día; todo se debe a las golondrinas que todos los días apilan ladrillos.

No me han visto, desde la torre.

¿Dónde dejé mis anteojos? En un esfuerzo inusitado por superar los condicionamientos de mi cuerpo, transplanté malvones e intenté desmalezar el jardín. ¿Dónde se colocan los anteojos? Delante de los ojos ¿no es cierto? Sobre la nariz. Todo indica cierta proximidad entre los ojos y la nariz. Pero por ahora no me es posible imaginarla. Plantando los malvones me di cuenta de que ya no tengo manos. Pensé al principio que era una fantasía, pero pude comprobarlo al agarrar la cuchara de sopa con la que cavaba en la tierra, lo que a decir verdad no pude hacer. No estaban, mis manos, tal vez no estuvieran muy lejos, pero de momento no estaban conmigo.

Una golondrina abatida voló por la ventana de mi jaula, acompañada por un capataz, creo, una solemne lechuza. Desde afuera, del otro lado de mi ventana, todo el mundo me mira como si yo fuera un canario. La golondrina me miró así, exactamente. Creo que la estaban despidiendo. Pero la torre seguía creciendo.

Encontré mis anteojos, pero sigo sin saber a donde van. Me los pruebo pero no encajan en ningún lado. ¿Para qué los habrán inventado?

Las palomas, que son las antenas, ya no están en las antenas. Tal vez sólo esperaban su turno para ir a trabajar en la torre. No me imagino trabajando allí. Tengo la sensación de que al segundo ladrillo que coloque no podré evitar arrojarme de las alturas, premeditadamente. Pero todos insisten en que soy un canario y en que tal vez volaría. Las palomas, en efecto, se han unido al trabajo. No puedo ver desde mi casa-pajarera en qué se están ocupando. Pero veo a una cigüeña lanzando flechas al cielo, desde la cúspide inconclusa.

Descubro, al tratar de cantar, que no soy un canario. En cambio, noto sin sorpresa que al sentarme he quedado perfectamente acoplado con la silla. La comodidad es infinita. Trato, por última vez, de ponerme los anteojos. Pero está claro que no puedo dado que es definitivo que ya no tengo manos y, además, han resbalado por una superficie plana, levemente empinada, cuando quise posarlos sobre mi nariz.

Una bandada de gorriones se precipita en vuelo hacia la base de la torre. Una urraca les grazna furiosa pero incompresiblemente desde la cima, junto a la cigüeña-arquero, que tampoco entiende los graznidos. Se produce, la veo desde la silla, una situación muy confusa en la torre, pero puedo imaginar cómo terminará el asunto.

Cuando trato de levantarme de la silla me doy cuenta de que yo soy la silla. Desde mi nueva y cómoda inmovilidad, contemplo el desenlace en la torre, cómo las aves se separan lentamente, entre los últimos intentos por comunicarse, cómo algunas vuelan hacia las lagunas y otras hacia árboles lejanos, siguiendo a otras que creen que las entenderán.

Las casas blancas sobre cielos blancos. Transparente e inanimado, la ventana me ofrece la perpetua vista de la gran torre de las aves a medio terminar. Ya empiezo a acostumbrarme.

El mundo como desaguadero



El Mercado me vio cruzar la calle muerto de frío y me preguntó si no quería un abrazo. Le iba a contestar que si cuando alguien, el capitalismo neoliberal o algún gerente de ventas, le dio un codazo cómplice. Creo que también le guiñó un ojo, o me lo guiñó a mí; tal vez fue una mueca o un tic: todos sabemos que la economía del siglo XXI tiene tendencias a la tensión nerviosa.
Los cafés, los monumentos, las balaustradas al otro lado de la calle, una rambla con palmeras, frío, mucho frío, palmeras y frío, un diálogo con las estrategias de marketing, una flaqueza que me invita a escuchar las peores ofertas, eso y además la adicción al oxígeno helado, catedral neogótica con gárgolas de plástico especial, conversaciones sobre la arquitectura del lenguaje, eso era poco para improvisar una escenografía, un mise en abîme, una pila de detritos en la puerta de mi madriguera. Todo eso, el frío, la coerción urbana, el empujón del concreto, la dialéctica de Hegel agonizando en una boca de tormenta, la crítica al atomismo del positivismo utilitario pendiendo de un andamio abandonado, el frío, apenas alcanzaba para que mi adolescencia llorosa, tardía, presuntuosa y falsamente schopenhaueriana se me presentara a modo de arcadas, de nudillos ateridos, de calle yerma, de regurgitación inoportuna.
-Comte significa "imbecil" en francés- dije.
-Hable sólo cuando yo le diga- me interpeló el gerente de ventas o el robot ensamblador de partes de coches que ahora parecía un modelo posando con un frasco de Hugo Boss.
-¿Puedo entrar ahí? tengo frío, estoy agotado, me duele el estomago, extraño mi niñez... necesito dar rienda suelta a mis compulsiones ¿puedo?
-Le cambio todo lo que trae por esto.
-Está bien.
-¿Sabía que su mamá me quiere más que a usted?- y volvió a guiñar el ojo- no se inquiete, después de todo soy yo el que sabe cómo hacer que la gente secrete más endorfina, usted no tiene la culpa... bueno, algo de culpa tiene.
Notó que me replegaba sobre mi abdomen y que trastabillaba.
-¿Le duele? No sabe distinguir una caricia de una patada en el trasero. Usted es un desagradecido.
Me encogí de hombros y seguí caminando "¿Desde cuando hay coyotes en La Plata?" Algo me mordisqueaba los tobillos, posiblemente la culpa, como dijo el robot ensamblador que ahora comenzaba a parecerse a algún mal actor de Hollywood. "Si, 'Comte' suena como 'imbecil'" asintió alguien "pero no se distraiga. Mire, en esa vidriera hay un televisor de pantalla plana".

Relieves




Según cuentan, la ciudad fue edificada en el fondo de una hondonada para protegerla de los vientos huracanados; vivimos, literalmente, por debajo de los pueblos vecinos, entre los quinientos y los mil metros más abajo. Nadie cuestionó jamás el criterio de nuestros fundadores, pero me contaron que hace muchos años un forastero hizo la siguiente pregunta: “¿No temen que el pueblo se les convierta en una gran bañadera?”. El hombre evidentemente no sabía nada de nosotros, eso pensaron mis antiguos coterráneos y nadie volvió a escuchar una pregunta semejante.

Cuando todo comenzó, al ocaso, yo me encontraba en la ceremonia de inauguración del nuevo Monumento a los Fundadores que el municipio había erigido en la plaza central. Se trataba de una ruda plataforma de granito que había sido pensada para mausoleo de los fundadores, pero había terminado siendo sólo una gran piedra sobre la que me encomendaron esculpir las tradiciones del pueblo. Desde donde recuerdo, la tarde estuvo nublada, repartiendo ventarrones cargados de polvo ceniciento por las calles. Las coníferas de la plaza emitían un canto barítono y lúgubre; con la noche los bramidos se volvieron más ambiguos: era como escuchar a un espectro infortunado queriendo modular alguna expresión humana. La lluvia no se hizo esperar demasiado. Alguien vaticinó que dejaría de llover en veinte minutos y acertó, pero eso tuvo sus consecuencias. Por la noche los vendavales regresaron con renovadas fuerzas, con la voluntad y la furia suficientes para causar algunas ruinas.

Esa tarde me lesioné el tobillo, fue en el centro cuando corría a refugiarme de los primeros chubascos. Por la noche el dolor se hizo intenso, pensé que podía ser por la humedad. Hubo cortes de energía eléctrica, más tempestad y algunos regalos de la mala providencia que remataron el postre con una ominosa cereza.

Me encerré a leer junto a un candelero de emergencia. Durante largo rato traté de no sucumbir ante la fragilidad de los resplandores. La habitación era un precipicio negro y caricaturesco. En mitad de aquel vacío, una criatura no menos caricaturesca, leía dificultosamente. Me había enfrascado en un libro que me había recomendado el arquitecto que colaboró en la construcción del monumento: “Nociones de urbanismo para depresiones geográficas”. En él se explicaban y se defendían los criterios usados en la proyección de nuestra ciudad. Nosotros nunca necesitamos que fueran defendidos, siempre dimos por sentado el ingenio y la razón esclarecida que habían tenido nuestros pioneros; sin embargo, no pude evitar la curiosidad al ver que había sido escrito por uno de ellos.

De vez en cuando la habitación resplandecía. Luego, temblaba hasta los mismos cimientos.

No me había dado cuenta, pero la verdad era que estaba esperando algo; creo que esperaba que volviese la luz o que alguien golpease la puerta o que el mundo volara en mil pedazos. Algunos fulgores agrios se desprendían de la lámpara como si fueran exhalados. Algo estaba anunciándose; se anunciaba en el zumbido de las araucarias, en el chapoteo continuo, en el croar intermitente de las ranas, en los fulgores acres sobre las páginas y yo estaba aguardándolo como alguien que sospecha que el Hado busca palabras para decir algo.

Avanzada la madrugada me hice la idea de que la lluvia había amainado. Me había dado cuenta de que deseaba salir, lo que iba a ser complicado ya que me costaba caminar. Era posible que hubiese árboles tendidos y cables colgando por toda la ciudad. Pero ¿qué podía hacer? Había salido a la calle y había visto desde mi cuadra sofocada por la densa cerrazón que, más adelante, los visos eléctricos eran una suerte de bendición que me instigaba a correr hacía ellos. Una vez afuera miré al temporal directo a los ojos; este me abrió encantado sus fauces y entré como si se tratara del lugar más familiar.

La lluvia no había menguado: fueron patrañas mías. Sin embargo, eso no me detuvo; seguí adelante con la expectativa de que amainase. Tardé más de lo que esperaba en quedar hecho sopa. Eso no sucedió casi hasta que estuve de vuelta, cuando un chaparrón lleno de truenos y centellas coronó mi paseo.

Había enfilado hacia la plaza central; ese era el punto gravitacional de la ciudad, el lugar donde caen todos los cuerpos más pesados que el aire. El pie comenzó a dolerme pronto y con impertinencia. Yo buscaba un lugar donde sentarme, uno donde no lloviera. No tardé en encontrarlo: a la estatua de los fundadores, que se erguía en la cúspide de la plataforma, se llegaba por una enorme escalinata de roca; allí me fui a sentar.

Me preocupaba que alguien pudiera verme; pensaran lo que pensaran tendrían razón, sólo que yo no quería estar ahí para dársela. Eché un vistazo a los relieves que había pasado tantas tardes tallando; se destacaba el de una carreta de exploradores que bajaba hasta los campos donde se instaló nuestra aldea originaria y el de una gran vaca metida hasta el cuello en el agua. Nunca comprendí las representaciones y las leyendas de mi pueblo, ni cuando me las contaba mi abuelo, ni cuando me las enseñaron en la escuela, ni siquiera durante los últimos meses mientras las cincelaba en las paredes del pilar ¿Una vaca sumergida? ¿Una flota de canoas a la deriva? ¿Un cabildo y un fortín de campaña en ruinas? ¿Sería el único infeliz en el pueblo que no comprendía nuestra mitología? Después de eso me marché.

Entonces me alcanzó el aguacero. Me estaba helando, pero tenía entendido que nadie se pesca una pulmonía en verano.

La luz no había vuelto. Me tiré en un sillón, semidesnudo, con la puerta abierta hacía el patio en penumbras y me puse a jugar con una linterna. El juego consistía en enfocar algunos sectores del patio y luego intentar volver a verlos a oscuras. Era divertido, pero pronto me aburrí. Entonces volvió la luz. Fue algo inesperado; no contaba con eso. Me había preparado para seguir a oscuras prolongadamente. No supe que hacer, era demasiado tarde para cualquier cosa.

Todo parece indicar que luego de eso me quedé dormido en el sillón. Hubiera jurado que alguien me había transportado a otro lugar, que no era mi casa lo que se elevaba sobre mi cabeza, que el espacio que se extendía a través de las puertas abiertas no era mi jardín. Creo que lo que me despertó fue ese trueno extraordinario que vino antes de que el cielo comenzara a venirse abajo. Fue como si algo se hubiera partido en dos más allá de las nubes, como si la vasija que contenía el agua de los próximos siglos se hubiera hendido justo encima de nosotros.

No sé cuanto tiempo estuve dormido, tampoco sé si ya había amanecido o seguía siendo noche cerrada. Lo más curioso fue que no me di cuenta de que el agua me había llegado a las rodillas. No supe como reaccionar, sospecho que nadie en la ciudad lo supo.

Pensé en la vaca del relieve, con el agua hasta el cuello, con la nariz en alto y los ojos ingenuos abiertos como ventanales. Debo admitir que me asusté mucho, que huí despavorido hacía la habitación contigua y que cuando vi que las puertas no eran capaces de contener el agua y el fango atravesé la sala y tomé la calle como una centella.

Tenía la absurda impresión de que el agua me alcanzaría antes de que encontrara donde resguardarme. ¿Qué harían todos una vez que se dieran cuenta de que la crecida se colaba dentro de sus casas? ¿Correrían a las terrazas y a los tejados? Era lo más natural, supongo que, además, era lo más sensato; cuando se me ocurrió fue demasiado tarde. Los desagües habían sido dominados por la inundación y en lo alto, lejos, muy por encima de nuestras cabezas, soplaban ciclones que tal vez estaban devastando algún otro poblado.

Quería ganar tierra firme, pero mi tobillo cooperaba poco. La riada me persiguió hasta el centro; entonces dejé de escapar. En el momento en que reparé en la escalinata del monumento a los fundadores supe que el acaso había decidido por mí: me trepé y permanecí agazapado a los pies de la estatua, en la cima del pedestal, rendido, sin una sola veta más de arrojo.

Me incorporé, con cuidado de no golpearme la cabeza con el azadón que sostenía la estatua; las espigas de trigo de metal esparcidas emblemáticamente en torno a sus pies se me estaban incrustando en el cuerpo.

-Señor ¿en qué estaba pensando?- murmuré, mirando con el rabillo del ojo, desilusionado, a nuestro fundador de bronce.

El agua subía rápidamente. Escuché algunas voces conocidas, maldiciones por aquí y súplicas al cielo por allá. Era la población que comenzaba a trepar a las azoteas, que salía a ver a la ciudad hundiéndose como una fragata desvencijada, preparándose para la promesa de prolongados chapoteos.

-¿Se puede saber qué diantre quiso inventar, pedazo de infeliz embustero?- vociferé, tomando a la estatua por los tobillos frenéticamente- ¿por qué tuvo que fastidiarnos así? ¡Hubiera sido mejor que se fuera a fundar ciudades en la copa de los árboles, viejo farsante! ¡O en la pendiente de los volcanes!

Llegó una voz desde algún lugar de la extensión de pantanos y tejados; no era otra maldición ni otra invocación a la providencia. Era alguien que se dirigía a mí.

-Cállese, imbecil- dijo la voz- ¿qué gana con lamentarse?

No respondí: un hombre en paños menores, encima de una estatua en una ciudad sumergida en la marisma no podía creerse digno de responder.

-Bien hecho, señor nuestro- le dije a la indiferente figura de latón, en voz baja. Después me senté a su amparo- Brindo por su bañadera gigante.