martes, 3 de junio de 2008

Common nightmare (My common neighbor)



“A ser uno con todo lo viviente, volver en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza. A menudo alcanzo esa cumbre... pero un momento de reflexión basta

para despeñarme de ella. Medito, y me encuentro como estaba antes, solo, con todos los dolores propios de la condición mortal, y el asilo de mi corazón el mundo enteramente uno, desaparece; la naturaleza se cruza de brazos, y yo me encuentro ante ella como ante un extraño, y no la comprendo.”

Friedrich Holderlin -Hiperion o el eremita en Grecia.


Dos pequeños gatos que habían sido deparados a cumplir su ancestral propósito de dar caza a roedores, se han amotinado en una arruinada habitación de la vieja finca de mis antepasados. Descubrieron con el paso del tiempo y con la extinción de los ratones, las formas más originales de fuga. Con los muebles carcomidos y los restos de mis viejos juguetes, construyeron cuarteles, torres de avanzada, puestos de vigilancia, artilugios de asalto.

Demasiado tiempo ha pasado desde que me emplacé en esta inexpugnable fortaleza familiar. Desde que mi bisabuelo la construyó, esta casa no fue testigo más que de labores francas y sencillas. Las escenas de una vida dócil, sin desvelos, han quedado impresas como un mapa, hasta en la misma arquitectura del lugar. La inquietud que me trajo de regreso a este olvidado lugar de mi infancia ha sido una tan sustancialmente opuesta a las de mis abuelos que el simple acto de franquear la puerta se me figuró, por poco, como una espeluznante profanación. Me había escapado de las órbitas académicas con el decidido propósito de expiarme de los vicios deterministas que predominan en esos ambientes, de los científicos y de sus malcriados argumentos contra el sentido común. Desembarqué, entonces, en el lugar más cálido que pude recordar. Con los días y con el encierro me he dado cuenta que me resulta demasiado arduo justificar la tesis sobre la que vine a trabajar: ningún objeto necesita aliento vital, es la energía la que lo anima. Tras meses de comparación entre una bolita de acero y una pequeña ranita, el experimento se hundía en un frío y silencioso fiasco.

Con indiferente entereza voy resignándome a soportar el asedio, como lo hacían las ciudades de la Antigüedad, vagando por la casa, reconociéndome en los bigotes prominentes de mi bisabuelo que se yergue en un retrato con sospechoso orgullo. También me reconozco en parte del mobiliario destruido por mí en la infancia, hace mucho, cuando todavía no conocía siquiera alguna accidental clase de remordimiento. Deambulo por la antigua casa y, de vez en cuando, me interrumpo sobresaltado por el rumor de algún nuevo trajín, señal de que han develado una nueva forma de acecharme. Pero recuerdo que, desde hace un rato, me he vuelto condescendiente y el cercano éxito del motín no me inquieta en absoluto. Y me reconozco también en el resto de los muebles y los jarrones y en la arquitectura de barro; estoy en todo eso, sin embargo, no estoy en mí.

Esta madrugada las cinscunstancias han dado un giro imprevisto. Llevo semanas sin ocuparme del experimento, atormentado por los remordimientos recorro la casa en ruinas buscando memorias. La ranita ha desaparecido hace algunos días. Mi mesa de trabajo no tardó en llenarse de polvo apenas la abandoné. Tengo el temor de haber abierto, con mis irreverencias académicas, una fisura en este lugar tan caro a mis recuerdos. He dejado entrar una presencia que empieza a agrietar las paredes, como si a una legión se le hubiera permitido traspasar la puerta al interior de una semilla.

La pequeña rana, que encontré en el lavabo, me advierte que la casa ya ha sido ocupada y que los gatitos no están solos, que ni siquiera son los verdaderos artífices de la rebelión. Ultimarla hubiera sido sencillo y degradante. Un solo golpe hubiera bastado, pero me opuse a hacerlo, no por piedad, sino por no manchar el lavabo y porque el armario sin patas, unas estatuillas católicas que hace algún tiempo oculté y mi espectro esparcido entre ellos me advertían que aunque me llevara la vida de la rana todavía estaban ellos.

Un llanto inoportuno asalta mi garganta. Con un poco de atenazado esfuerzo logro contenerlo: no puedo permitir que mis enemigos ocultos me vean flaquear. Me vencerán, como está dispuesto, pero conservaré la dignidad.

Pues, bien, no tengo salida. La ranita ha saltado a un lugar más fresco, más seguro, lejos de mi puño frustrado. Desde la habitación donde los gatos trabajan me llega un perturbador estremecimiento, como el de una maquina de vapor, tal vez una turbina eólica o un motor de buque, resultado evidente de la combinación de los libros de matemática caducos, la mezcladora de cemento abandonada y las piezas dispersas de mis cochecitos de colección rotos.

No me desespero. Me recuesto en la espeluznante cama de hierro, que se muestra enojada, dispuesta a derribarme si los relojes de pared no la persuaden de lo contrario. Los gatitos gruñen risueños. No me desespero. He comprendido desde hace un rato que no se trata de una conspiración, sino de que las cosas están volviendo a la normalidad. Ya no tengo razones, aunque esté derrotado, para la desesperación.

Puedo recordar cuando empezó. Fue cuando mi vecina me preguntó la hora, argumentando que estaba esperando a los recolectores de basura. Estaba vigilando las bolsas de residuos para evitar que los perros las destruyeran. Le respondí que eran las diez y veinte, con un poco de inquietud. En diez minutos pasarían los recolectores municipales, me dijo. Pero hacía dos horas la había visto allí, en el mismo lugar, sentada en la misma silla, con el mismo gesto de esperanza impasible. Podría jurar que esperó esas dos horas, hasta que alguien saliera, para comentar que estaba velando por sus bolsas de basura. Tuve un primer atisbo de desesperación.

Más adelante, unos niños cantaban el himno nacional mientras jugaban a la ronda. Entonces mi desesperación se convirtió casi en alucinación.

Pero ya no desespero. Lo he comprendido todo. Se trata de una descomunal vuelta a lo común, de un violento garrotazo de lo común. La rana, la bolita de acero, el aliento vital, la energía del mundo ¿quién me había preguntado acerca de todo eso? ¿A quién podía incumbirle esas cosas en aquel recóndito terruño, cuna de cultivadores de frutas, granjeros y apicultores? Con espanto miré el retrato de mi bisabuelo, lo común había perdido toda posible familiaridad para mí. Entonces, aunque parezca que sí, mi entorno no está conspirando, tal vez yo conspiré contra él, invadiéndolo con mis impertinencias científicas. Ni siquiera conspiraba ese ratón que chilló en mi oído desde la oscuridad de una enredadera. Los objetos no conspiran, sino que avisan que estoy volviendo lenta y penosamente de la tierra de las respuestas improcedentes, aquellas por las que nadie ha preguntado. Pero el precio de este regreso es que lo común se convierta en pesadilla. No hay conspiración entonces, sólo una torpe invasión de mi insolencia erudita vuelta en mi contra: el Universo, como profesan algunas artes orientales, me ha devuelto mi propia agresión. No es casual que una idea como la de que los objetos conspiran se le ocurra justamente a alguien que ha perdido el sentido común.



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