viernes, 6 de junio de 2008

Experiencia imperfecta

Como cantidad de otras veces, caminaba solo por la penumbra fría de los pasillos de la academia. El profesor Antonio Hansen me había citado en su oficina después de la clase matutina. Al parecer era importante, dado que insistió demasiado en que me presentara. Toqué despacio la ventana de la puerta del despacho y la congestionada voz del profesor me autorizó a entrar. Mi intriga y mi complejo de persecución hacían que mis ideas no se detuvieran. -No se asuste, joven- me dijo secándose la nariz con un pañuelo- no pasa nada malo. Aunque eso debía infundirme confianza, mi mente siguió remontando vuelo como de costumbre. -Es probable que haya escuchado por aquí sobre los trabajos que comencé- me dijo. Yo no tenía la menor idea de qué me estaba diciendo, sin embargo, no dejaba de asentir con la cabeza. -Bien, estimado- me dijo- me gustaría que lo continúe usted, confío en su responsabilidad. Mi imaginación viajó por un momento y finalmente se detuvo en un interrogante: “¿qué diablos está sucediendo?” No tuve otra mejor idea que la de dudar de la ética del profesor Hansen y pensar que andaba en algo raro. Después de todo, él no me había explicado nada. No me dijo nada más, sólo abrió un armario situado en un rincón de la oficina y sacó dos o tres gruesas carpetas. Me miró con seriedad mientras las sostenía y me dijo: -Tengo la esperanza de que ya aceptó- e inmediatamente colocó el material sobre mis manos- en el laboratorio número tres va a encontrar el trabajo experimental- me informó. Luego me deseó buena suerte y me lo agradeció. Yo me propuse pensar mientras regresaba a descansar. Antes de salir de la academia eché un vistazo en el laboratorio número tres, que se encontraba casi vacío. Pensé que el profesor había cometido un error, pero encontré un papel con su nombre, pegado con cinta en un armario. Me quedé tranquilo, me marche a mi casa y no asistí a las clases de la tarde. Al día siguiente recibí una llamada del profesor Hansen. Me avisaba que se ausentaría a Suiza donde su padre estaba gravemente enfermo y demoraría algún tiempo en regresar. La llamada aclaró todas las estúpidas dudas que tenía sobre el profesor y que no me permitían comenzar a trabajar. Ese mismo día trasladé el experimento del laboratorio número tres al laboratorio de la parte trasera de mi casa. Lo que contenían las carpetas no eran más que información sobre la investigación y algunas referencias. Lo que realmente me sorprendió fue lo que contenían las probetas y las otras botellitas. Según el boletín del experimento lo que pretendía el profesor Hansen era plantear una forma de desarrollar especies de ganado domestico a partir de cualquier animal salvaje y, más tarde, volverlas inmunológicamente invulnerables. La idea me entusiasmó. Trabajé como un burro durante todo el día. Analicé las probetas. Contenían muestras de distintas razas de oveja y de cabra, pero también de chacal y de tejón. Quedaba mucho por descubrir, pero yo no podía dejar de imaginar los alcances de la propuesta del profesor. Al atardecer salí a caminar para darle un respiro a mi cerebro, que no había dejado de fraguar ideas en dos días. Pero fue prácticamente imposible. “Una versión domestica de cada animal salvaje”, pensaba, mientras imaginaba a un simpático chacal llevándole el periódico a su amo. Me acompañaba Vlady, mi perro, a quien le expuse que un día cualquier persona podría pasear con un puma como yo lo hacía con él. Vlady me miraba con fiel credulidad, algo propio de una verdadera especie domestica. En el centro de la ciudad se estaba preparando el desfile militar correspondiente al cumpleaños de la reina. Regresé alrededor de las diez y media y me quedé un buen rato observando las probetas dispuestas en hilera sobre la mesa de trabajo. No quise tocar nada, había sido un día demasiado fructífero como para arriesgarse a cometer un error. De modo que dejé todo tal como estaba y decidí irme a descansar. Dudaba que pudiera pegar un ojo. Me acosté mirando el techo con los ojos abiertos de par en par y mi discernimiento se precipitó totalmente. Perdí el rumbo de mis pensamientos en un instante. Pensé que con el éxito del trabajo haría una perfecta letra delante del profesor Hansen que, orgulloso de su discípulo, visitaría a sus múltiples influencias en el mundo científico para recomendarme y entonces me conocerían los grandes estudiosos y la investigación se divulgaría espectacularmente. No contaba con las entrevistas en las importantes revistas de ciencia y los viajes por el mundo ni con la fama que alcanzaría; tal vez si con un posible premio Nóbel, algún día. “Mañana lo sabré”, me dije, con simulada paciencia, “el profesor debe haber dado con un modo de saltar las generaciones que lleva someter a una especie, tornándola dócil de un sólo golpe ¡qué maravilla!”. Mi sentido había perdido el rumbo, había entrado en tal éxtasis que ya no podía distinguir ninguna fábula de la realidad. Podía escuchar el bullicio del centro, habían comenzado los festejos; pero también escuchaba el estremecimiento de cientos de pezuñas de antílopes blancos y lanosos sobre los nuevos pastizales donde eran criados o el chapoteo de cantidades de cocodrilos que habían sido privados de su furia por la mano de la ciencia biológica. Los fuegos artificiales comenzaron con gran estrépito. El espectáculo era en el centro, pero se escuchaba por todos lados, acompañado de un coro de aullidos caninos y la lejana bulla de la multitud. Repentinamente, un terrible estruendo proveniente de mi propia casa me sobresaltó. Corrí hacia la cocina, pero todo estaba en orden; igual en el garaje y en el lavadero. Finalmente, me precipité sofocado hacia el laboratorio; la puerta estaba completamente abierta. Entré y allí, asustado y retraído en un rincón, estaba Vlady, quien había arrasado con la mesa, las probetas, el trabajo y mis sueños maniáticos. Mis trastornados ensueños terminaron quebrados en el frío piso de mi laboratorio y se escurrieron hacía los rincones. Traté de consolarme pensando en que el boletín estaba a salvo, pero ¿a quién podía importarle esa pila de papeles llena de cuentos fantásticos? Con una concluyente experiencia el científico se vuelve cruel y banal, sin ella es un simpático fabulista. Sólo esperaba que mi estimado profesor fuera capaz de absolverme. Me resigné, por fin, y volví a la cama sin siquiera intenciones de reprender a Vlady. Todo se había perdido.

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